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  LITERATURA GOTICA
 

                                                     


LA MUJER FRIA

                                                
La entrada de Blanca en su palco del teatro de la Princesa, produjo la expectación que causaba siempre. La atención del público se apartó de la obra para mirarla a ella. De los palcos y las butacas se le dirigían todos los gemelos, y hasta las gentes que no la conocían, las que ocupaban las modestas localidades altas, seguían el movimiento general deslumbrados por aquella belleza.

Alta y esbelta, sus curvas, su silueta toda y su carne eran la de una estatua. Despojándose de su capa blanca como espuma de mar, su escote, su rostro y sus brazos tenían esa tonalidad blanco--azulina que, merced a la luz azul, toman las carnes de las bailarinas rusas cuando forman grupos estatuarios. Era un rostro y un cuerpo de estatua. No había en ella color, sino línea, y ésta tan perfecta, que bastaba para seducir. Sus cabellos, de un rubio de lino, casi ceniza, contribuían a esa expresión. Las cejas y las pestañas se hacían notar por la sombra más que por el color, y los labios, pálidos también, se acusaban por el corte puro y gracioso de la boca. Hasta los ojos, grandísimos, brillantes, de un verde límpido y fuerte, lucían como dos magníficas esmeraldas incrustadas en el mármol.

Un traje rojo-naranja, de una tonalidad entre marrón y amarillo, se ceñía a su cuerpo como una llama, y sin embargo, en la retina de todos quedaba la sensación de frío que producían su carne, sus cabellos, sus ojos, y las piedras frías de las esmeraldas que adornaban su garganta con un soberbio collar a «lo disen».

Un caballero la saludaba desde una platea, y ella devolvió el saludo con un ademán gracioso, algo de movimiento de gozne, y con una sutil sonrisa muy femenina que dejó brillar sus dientes alabastrinos con una línea de luz.

--Marcelo la conoce --dijo, volviéndose hacia sus compañeros, un señor de rostro fresco y cabeza calva--. La ha saludado desde el palco de su cuñada.

--Es preciso que nos dé noticias exactas de ella --dijeron, casi a un tiempo, los jóvenes y los cotorrones que ocupaban aquel proscenio, peña de amigos que se erigen en censores y jueces de todas las bellezas mundanas o de escenario, y no faltan jamás a esos proscenios de abono en todos los teatros, luciendo sus pecheras, sus botonaduras y sus esmokings, que acusan la última moda en la colocación de un botón o en la variante de una solapa.

--Yo tengo ya noticias de ella --dijo un jovencito delgado, con cabeza de pájaro desplumado que sostuviese los lentes sobre el pico.

--Cuenta.

--Creo que es vascongada y que vivía en un nido de águilas allá en los Pirineos, de donde la sacó un noble francés, millonario, que tuvo el buen gusto de morirse, dejándole una inmensa fortuna.

--¿Es viuda?

--Por segunda vez.

--No se descuida para ser tan joven.

--No puede calcularse la edad de una estatua.

--El caso es que ella se dedicó a viajar. Ha estado en la India... en el Egipto... y al fin se casó con un noble austríaco, el conde de no sé cuántos, que también ha muerto.

--¡Es una mujer magnífica!

--¡Extraordinaria!

--¡Original!

Los gemelos insistían sobre ella, que seguía indiferente mirando al escenario mientras la contemplaban.

Cayó el telón. Los hombres se pusieron de pie, lanzando miradas y saludos a todos lados, pero coincidiendo en la atenta observación de que hacían objeto a la recién venida. La mayoría acabó por salir al foyer a fumar un cigarrillo o a cumplir el deber mundano de ir entre bastidores. Eran pocos los que se habían fijado en la cara. Corría de boca en boca lo poco que se sabía de aquella mujer, y las damas, que se contentaban, para desentumecerse, con cambiar de sitio en sus palcos, preguntaban a los amigos que iban a saludarlas. No había más que aquellas noticias: Era española, de raza vasca, dos veces viuda, con un nombre ilustre. Se había instalado con lujo en Madrid, en un magnífico hotel rodeado de jardín en la Castellana. Tenía coches y automóviles; se la veía en todos los teatros, pero no recibía ni sostenía relaciones con nadie. Por eso sorprendía la presencia en su palco de don Marcelo, el viejo senador, solterón y galante, que había ido a saludarla y departía con ella, en una actitud obsequiosa y rendida. Esperaban muchos en los pasillos a que saliese de allí para abordarlo y preguntarle, pero el timbre anunciador de que se iba a levantar el telón sonaba insistente con esa llamada nerviosa, de urgencia, y era preciso ir acomodándose en sus puestos. Marcelo siguió allí todo el acto, con una sonrisa socarrona, como si supiese que lo esperaban y le gustara defraudarlos.

--Esta noche tendré un gran éxito si voy a la Peña o al Casino al salir de aquí --decía--. Basta estar cerca de usted para despertar la curiosidad. No hay ojos en el teatro más que para usted.

--Pues crea que eso me causaría pesar. Estoy deseosa de serenidad, de reposo, de vivir mi vida sin que reparen en mí.

--Es usted demasiado joven y hermosa, señora, para conseguir eso, y sobre todo en estos países meridionales, tan llenos de curiosidad y de pasión.

--¿Olvida usted cómo me llamaban en Viena cuando nos conocimos?

--«La mujer fría.» Razón de más para que mis compatriotas, jóvenes y fogosos, se lancen con entusiasmo a la empresa de derretir el hielo. Le aseguro a usted que esta es la vez única en que me alegro de ser viejo.

--No lo comprendo.

--Mi vejez me libra del ridículo de hacerla a usted el amor y de la vergüenza de la derrota.

Rió ella y dijo amable:

--¡Quién sabe! Tal vez el que usted no aborde la empresa me libre a mí del vencimiento.

--¡Oh, esa condescendencia de usted, amiga mía, es el peor de los síntomas! Las mujeres sólo hacen esas confesiones delante del hombre a quien no temen.

--Es usted la única persona a quien conozco en España. Me ha causado una sorpresa agradable encontrarlo, pero le ruego a usted que sea discreto, no diga lo poco que sepa de mí; no quisiera que me molestasen aquí con esa curiosidad que me persigue en todas partes y me hace no sentirme a gusto en ninguna.

--Madrid no es a propósito para no ser notada, es como una capital de provincia.

--Es que lo mismo me ha ocurrido en Londres... en París... Es una fatalidad...

Y de pronto, como agitada por un pensamiento triste, su mano enguantada asió el brazo de Marcelo, diciendo:

--Pero, ¿ve usted en mí algo de extraordinario, si no es el ser demasiado rubia, demasiado blanca?...

El leía en su pensamiento su temor, y le respondió con viveza:

--Sólo el ser demasiado hermosa.

Sonrió ella, no satisfecha de la cortesía, cuya falta de sinceridad notaba, y se puso de pie.

--¿Se va usted sin acabar la función?

--Sí... no quiero encontrarme al salir con toda esa gente.

Ponía en sus palabras el eco de desprecio que sienten hacia la multitud todos los que son admirados.

Marcelo le ayudó a envolverse en su capa de armiño, con blancor de espuma, y le ofreció el brazo para acompañarla al coche. Al entrar encontró a todos los amigos, que habían dejado su palco. Lo acogieron con preguntas.

--¿Quién es?

--¿Dónde se ha ido?

--¿Qué sabes de ella?

--¿Me presentarás?

El, ante aquella curiosidad de jauría sobre una pista, sintió algo de descontento hacia unas costumbres, que fueron las suyas siempre, al recordar el temor y la molestia de la mujer perseguida, y se propuso ser discreto. No diría las versiones que acerca de ella había escuchado en Austria. Se limitó a responder:

--La conocí con su marido en Viena, es la señora viuda de Hozenchis. Una millonaria muy guapa, como habrán ustedes podido observar.

--Magnífica... pero extraña... causa una sensación inexplicable... de frío...

--¡Bah! ¡Imaginaciones! Que es un poco más blanca y más rubia que lo ordinario. Eso es todo. Buenas noches.

Y se alejó, después de echar ese jarro de agua helada sobre el entusiasmo de los jóvenes.

 

II

 

La curiosidad seguía despierta en torno de aquella mujer elegante, bella, de una belleza tan extraordinaria, que se rodeaba de un misterio impenetrable. No aceptaba jamás ninguna invitación, no recibía ni hacía visitas, iba a los teatros, a los paseos, siempre sola, y de sus fabulosas riquezas daban idea los trenes, el lujo del hotel y sus joyas y sus trajes.

Únicamente don Marcelo era su amigo, el que la visitaba, la acompañaba en su coche y era recibido en su casa y en su mesa. Se veía diariamente asediado por hombres y mujeres que deseaban ser presentados a la misteriosa señora de Hozenchis, pero él se disculpaba siempre. Afectaba una gran familiaridad con ella, y para nombrarla usaba sólo su nombre: «Blanca». Al mismo tiempo que se negaba a hacer presentaciones, que le estaban prohibidas, afectaba una gran discreción, que despertaba más la curiosidad. En una de esas confidencias, Marcelo había dejado caer el apelativo de «La mujer fría», que arraigó instantáneamente. Este apelativo se recordaba en la evocación o en la presencia de Blanca: ponía frío en los ojos. Se diría que llevaba en torno ese halo luminoso que rodea los faroles encendidos en las noches de helada, cuando su luz aparece fría, cuajada, lechosa.

Sus trajes, casi siempre de tonos fríos; sus joyas, en las que no entraban más piedras que los ópalos, las perlas, las esmeraldas, las turquesas y los brillantes, tenían siempre como algo de frío o de fatídico. Al verlas brillar sobre el seno, en la carne de la blanca y compacta opacidad de alabastro, parecían una escarcha que brillaba con la luz.

Los que habían oído su voz decían que era entonada, armoniosa, pero penetrante, con algo de hoja de acero fría y cortante, igual que la mirada de aquellos ojos grandes y verdes, los cuales penetraban como saetas en el corazón, haciendo experimentar al que los miraba un escalofrío en la médula.

Las damas estaban intrigadas por saber qué perfume bien oliente usaba, que tenía una mezcla de oriental y de algo extraño y dejaba, al aspirarlo, cuando pasaba cerca, a pesar de su tenue discreción, la sensación fría del mentol.

Marcelo había prometido enterar de la marca del perfume a sus sobrinas Edma y Rosa, dos lindos y graciosos diablillos de dieciocho y veintidós años, que lo rodearon ansiosas en cuanto lo vieron entrar en el salón.

--¿Nos traes el secreto?

--¿Qué marca es?

El sonrió satisfecho, con ese encanto de los buenos viejos que sienten la caricia femenina del perfume de las mujeres bonitas, y repuso:

--¿Por qué tanta curiosidad?

--Porque quisiéramos perfumarnos como ella --dijo Rosa.

--No lo necesitáis, tenéis un perfume de juventud que se exhala de vuestra carne.

--Si, sí. Galanterías tuyas --atajó Edma--. Se habla mucho de la belleza de lo natural, de la bondad, de la inocencia; pero yo veo que los hombres gustan más de los labios pintados y sabios. Se dejan a sus virtuosas mujeres por una «perversa». ¿No les llamáis así?

--¡Me asustas, chiquilla! --repuso don Marcelo--, ¿quién te enseña esas teorías?

--Me parece que se ve bastante para que no sea preciso decirnos nada... Yo, por mí, quiero saberlo todo... para que el día que me case no tenga mi marido que ir a buscar nada en otra parte.

--No le haga usted caso, tío, está un poco chiflada, porque se cree que Fernandito está enamorado de la señora de Haz... etc.

--¡Celos y todo!

Se habían ido acercando al grupo formado por una docena de jóvenes de ambos sexos, que tomaban el té. La jovencita le murmuró al oído:

--Sé discreto, tiíto, por Dios.

Rosa se había acercado a otras cuatro muchachas y hablaba animadamente con ellas.

--Es preciso saber si tiene o no la fórmula --fue el final de aquella deliberación,

--Sí, hijitas, sí la tengo --dijo don Marcelo--; pero es una cosa tan difícil, que es como si nada dijera. Ese perfume de Blanca está sacado de uno de los venenos más activos y sutiles: del acetato de bencyl, que, como ya se sabe, es el que ha servido para la composición de los gases asfixiantes, y que mediante una costosa operación se convierte en un perfume parecido a la sampaguita de la Arabia.

Las jóvenes se quedaron desconcertadas; verdaderamente era difícil luchar con una mujer que podía emplear tales recursos. Experimentaban como un odio, un deseo de vengarse de ella, de aquella superioridad con la que involuntariamente las humillaba.

--Todo es extraño en esa mujer --dijo una de las jóvenes.

--Y lo más extraño es ella misma --repuso uno de los caballeros--. Yo no conozco nada más original. Es un bloque de mármol con alma.

--Pero --, añadió la joven-- tal vez hay en esa impresión mucho de lo que ella cuida de aparentar. Entra en la figura que se ha trazado la necesidad de ser hermética. El no dejarse ver de cerca.

--Si yo fuera tan galante como me creen --dijo don Marcelo--, les daría la razón a estas niñas y hablaría mal de «La mujer fría» seguro de que así era agradable y simpático, pero soy un buen amigo de Blanca y debo hacerle justicia. Tratada es más interesante que vista así de lejos.

--¿Y no da sensación de frialdad?

--La hay siempre en ella, mientras se le habla causa la impresión que se experimenta en la sierra cuando se abre la ventana frente a los picos nevados. Algo frío y tónico que encanta.

--Pero que no da gana de acercarse --añadió burlona Edma.

--No diría yo tanto.

--Es que ella está enamorada de su nombre --añadió otra señora--, se ve que hace por merecerlo en cómo se viste y se adorna. Además, hasta en los movimientos da aspecto de frialdad, se desliza...

--Es que sufre la influencia de su nombre --dijo un joven de mirada inteligente--. Los nombres tienen colores y propiedades. Blanca es un nombre frío.

--¿Y el mío? --preguntó riendo otra jovencita.

--Mercedes es un nombre azul.

--Es que Ernesto es romántico, no hagan ustedes caso de su fantasía --dijo otro elegante.

--En cambio, Fernando no dice nada.

La mirada de Edma se fijó celosa sobre el joven. El alzó la cabeza, de expresión franca y noble, dijo con sencillez:

--Nada puedo decir de una señora a la que apenas conozco y --añadió, mirando a Edma, como si quisiera tranquilizarla-- que nada me interesa.

Rosita traía la taza de té ya servida a don Marcelo. Este fue a sentarse cerca de una señora un poco opulenta, de grandes ojos negros, diciendo:

--Aquí no tengo miedo de sentir frío.

--Pues usted parece aficionado a la nieve --repuso ella.

--No lo negaré; aunque es regla que no se debe elogiar a una mujer ausente delante de otras, son aquí todas lo bastante bellas e inteligentes para poder hacerlo sin peligro de molestar. Blanca, en la intimidad, es encantadora.

--Es lástima que no se pueda comprobar --dijo Rosa, burlona.

--No lo creas. Hay una ocasión de comprobarlo. He logrado que Blanca acceda a que la presente en esta casa.

El soplo de una sorpresa diferente para las jóvenes y los caballeros pasó por el salón. Don Marcelo se gozó en ella con una larga pausa, y al fin dijo:

--Sí; cuando le pregunté a Blanca el misterio de su perfume, le dije que se trataba de vosotras. Se rió mucho de vuestra curiosidad, y como yo le hablé con entusiasmo de vuestra belleza, y le dije que desearía presentaros, ella accedió a venir conmigo. La traeré el próximo día de recepción.

--¡Qué idea! --murmuró Rosa.

 

Carmen de Burgos

 

MEDIUM

 

 

Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

--Hay que estudiar --dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

--¿Qué tienes? --le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.

Luego, en voz baja, murmuró:

--Ha sido mi hermana.

--¡Ah! Ella...

--No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta ..., llamaban ..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida ... ; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

--Es mi hermana, mi hermana --dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertad.
PIO BAROJA


                         

 
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